lunes, 20 de octubre de 2014

Catecismo Romano del Concilio de Trento IV



"CATECISMO R0MANO" 
DEL CONCILIO DE TRENTO
Traducción y notas de P. Pedro Martín Hernández
Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1951
         


CAPITULO IV 

"Padeció bajo el poder de Pondo Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

El apóstol Pablo nos habló luminosamente de la necesidad de conocer este artículo de la fe y de la devota Diedad con que debe meditarse frecuentemente la pasión del Señor, al afirmarnos que él nunca se preció de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, u éste crucificado (1Co 2,2).

A imitación suva. procuremos también nosotros qastar todo el tiempo posible en el estudio y contemplación de este santo misterio, hasta consequir que, movidos por el recuerdo de tan sublime beneficio, correspondamos debidamente a tan gran amor y bondad de Dios para con los hombres.

Y en la primera parte de este artículo - de la sequnda hablaremos más adelante - ésto es lo que hemos de creer: aue Cristo nuestro Señor fue crucificado, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, como representante del cesar Tiberio. Hecho prisionero primero, escarnecido, injuriado y maltratado más tarde, nuestro Redentor murió por último clavado en una cruz.

II. "PADECIÓ"

Ante todo, nadie puede poner en duda que Cristo sufrió, en su sensibilidad, indecibles torturas: habiendo asumido realmente nuestra naturaleza humana, su alma no pudo menos de experimentar e) dolor.

Él mismo nos lo dijo: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt 26,38) (63).

Y, aunque su naturaleza humana estaba unida a la Persona divina, no por eso dejó de sentir la amargura de la pasión; la experimentó como si no hubiera existido aquella unión, porque en la única Persona de Cristo cada una de las naturalezas conservaba perfectamente sus propiedades: lo que era pasible y mortal permaneció mortal y pasible, como inmortal e impasible permaneció en Él su naturaleza divina.


III. "BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO"

El hecho de notar con toda precisión que Cristo padeció V murió siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, obedece a una doble finalidad:
1) Para que la noticia histórica de un suceso tan grandioso y fundamental pudiera fácilmente ser constatada por todos, ya que se señala el tiempo exacto en que sucedió.

Así nos consta que argumentaba San Pablo (64).
2) Para demostrar el cumplimiento efectivo de aquella profecía sobre el Salvador: Le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten y le crucifiquen (Mt 20,19).

IV. "FUE CRUCIFICADO"

Que Cristo eligiera, entre otros, el suplicio de la cruz, obedece igualmente a un determinado designio divino: "Para que de donde nació la muerte, de allí mismo renaciese la vida" (65). La serpiente que venció a nuestros Primeros padres en el árbol del paraíso debía ser vencida por Cristo en el árbol de la cruz.

Los Santos Padres han subrayado y desarrollado múltiples razones por las que convenía que Cristo, nuestro Redentor, muriera en la cruz. Bástenos a nosotros saber que quiso elegir este suplicio, como el más apto para redimir al mundo, por ser entre todos el más ignominioso y humillante (66). En realidad, no sólo los paganos le consideraban como el más infamante y execrable, sino que en la misma ley mosaica estaba escrito: Maldito todo el que es colgado del madero (Dt 21,23; Ga 3,13).

Meditemos frecuentemente este artículo de la fe - tan detalladamente narrado por los evangelistas - y procuremos conocer perfectamente al menos los pasajes más importantes de la pasión del Señor, tan necesarios para confirmarnos en nuestra santa fe. En ellos se apoya, como en inconmovible base granítica, todo el majestuoso edificio de nuestra santa religión (67).

Sin duda que el misterio de Cristo crucificado chocará violentamente con nuestra pobre razón humana. No nos cabe en la cabeza, y hasta nos resulta repugnante, pensar que nuestra salvación pueda radicar en una cruz y en un crucificado. Pero es precisamente aquí donde una vez más resplandece la admirable providencia de Dios, como dice el Apóstol: Pues, por no haber conocido el mundo a Dios, en la sabiduría de Dios, por la humana sabiduría, plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación (1Co 1,21).

Figuras y profecías de la muerte, de Cristo

No nos extrañará, pues, que los profetas () y los apóstoles () se esforzaran tan tenazmente en demostrar a los hombres que el Cristo de la cruz era el Redentor del mundo y pretendieran someterles a la obediencia del Rey crucificado.

Y puesto que la inteligencia humana habría de experimentar fuerte repugnancia en admitir el misterio de la cruz, no cesó el mismo Dios de anunciarnos con figuras y profecías la pasión y muerte de su Hijo uniqénito. Y esto inmediatamente después del pecado original.

Entre las figuras recordemos algunas: Abel, víctima de la envidia de su hermano (68); el sacrificio de Isaac (69); el cordero inmolado por los judíos, a su salida de Egipto (70); la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto (71): figuras todas que preanunciaban la pasión y muerte de Jesucristo.

Las profecías son tantas y tan explícitas, que no es posible ni preciso hacer una enumeración detallada de ellas. Entre todas () sobresalen las del profeta Isaías, quien escribió sobre estos misterios páginas tan claras y precisas que, más que profecías, parecen narraciones históricas de hechos pasados (73).

V. "MUERTO"

Con estas palabras afirmamos creer que Cristo, después de haber sido crucificado, murió realmente y fue sepultado.

Y no sin motivo se nos manda expresamente creer en esta verdad, ya que algunos se atrevieron a negar la muerte de Cristo en la cruz (74). Por esto los apóstoles juzgaron necesario oponer a tal error esta verdad de fe, que nadie puede dudar cuando todos los evangelistas unánimemente convienen en afirmar que Cristo expiró en la cruz (75).

Ni supone dificultad alguna el hecho de que Cristo fuese Dios verdadero, pues, sin dejar de serlo, era al mismo tiempo hombre también verdadero y perfecto; y en cuanto hombre pudo perfectamente morir, ya que la muerte no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo.

Al afirmar, pues, que Cristo murió, queremos decir que su alma se separó del cuerpo, sin que con ello signifiquemos que se separara también la divinidad: al contrario, creemos y confesamos firmemente que, separada el alma del cuerpo, la divinidad permaneció siempre unida al cuerpo en el sepulcro, y al alma, que bajó a los infiernos.

Recordemos por último que convenía que el Hijo de Dios muriera para destruir con la muerte al que tenía el imperio de la muerte, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre (He 2,10 He 14 He 15).

Se ofreció porque quiso

Otra cosa característica hay que notar en la muerte de Jesucristo: que murió cuando quiso y con muerte voluntaria, no provocada violentamente por mano extraña. Ni sólo eligió la muerte, sino también el lugar y tiempo en que había de suceder.

Isaías había escrito: Se ofreció en sacrificio, porque él mismo lo quiso (Is 53,7). Y el mismo Cristo afirmaba antes de su pasión; Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita; soy yo quien la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla (Jn 10,17-18).

En cuanto al tiempo y lugar, también nos dijo el Señor cuando Herodes quiso atentar contra su vida: Id y decid a esa raposa: Yo expulso demonios y hago curaciones hoy, y las haré mañana, y al día siguiente... Porque no puede ser que un profeta perezca fuera de Jerusalén (Lc 13,32-33).

No hizo nada Jesús obligado, ni por coacción extraña, sino que se ofreció porque quiso. Saliendo al encuentro de sus enemigos, les dijo en el huerto: Yo soy (Jn 18,5), sobrellevando después voluntariamente todos los injustos y crueles tormentos con que le maltrataron.

Al meditar su pasión, nada sin duda nos conmoverá tan profundamente como esta reflexión: que alguien ofrezca por nosotros dolores que necesaria e inevitablemente ha de sufrir, no nos parece beneficio de extraordinaria importancia; mas que un hombre sólo por nuestro amor acepte voluntariamente la muerte - muerte que le hubiera sido muy fácil evitar -, esto constituye un beneficio tan sumamente extraordinario, que aun el más agradecido se sentirá impotente no sólo para corresponderlo, sino aun para reconocerlo como se merece. De aquí podremos colegir la infinita e indecible caridad con que Cristo divinamente nos benefició.

VI. "SEPULTADO"

El hecho de confesar explícitamente que "Cristo fue sepultado", no supone que exista dificultad alguna especial distinta de las ya apuntadas al hablar de su muerte; si creemos con toda certeza que Cristo murió, no nos costará demasiado trabajo admitir igualmente que fue sepultado.

Pero se añadieron estas palabras por una doble razón:

1) como prueba ulterior de la verdad de la muerte de Cristo ();

2) como premisa y confirmación espléndida del milagro de la resurrección.

Con estas palabras del Símbolo no solamente confesamos que el cuerpo de Cristo fue sepultado, sino además, y principalmente, creemos que Dios fue sepultado. Lo mismo que decimos - perfectamente de acuerdo con la regla de la fe católica - que Dios murió y que Dios nació de la Virgen. Si la divinidad estuvo siempre unida al cuerpo encerrado en el sepulcro, lógicamente habremos de confesar que Dios fue sepultado.

En cuanto al modo y lugar de la sepultura, bástenos saber lo que dice el Evangelio (76). Dos cosas deben notarse, sin embargo:

1) que el cuerpo de Cristo no sufrió corrupción alguna en el sepulcro, como había vaticinado el profeta: No dejarás que tu Santo experimente corrupción (Ps 15,10 Ac 2,31);

2) y esta consideración debe extenderse a todas las partes del artículo - la sepultura, pasión y muerte convienen a Cristo en cuanto hombre, no en cuanto Dios, porque sólo la naturaleza humana pudo padecer y morir. Y si también atribuímos estas realidades a Dios, lo hacemos porque en Cristo no hay más que una sola Persona, que es al mismo tiempo perfecto Dios y perfecto hombre.

VII. MEDITANDO EN LA PASIÓN

Fijados estos conceptos, detengámonos en algunas reflexiones que, sin duda, nos ayudarán, si no a comprender, al menos a contemplar con fervorosa piedad los sublimes misterios de la pasión del Señor.

A) ¿Quién padece?

Y, ante todo, consideremos quién es el que padece. Su dignidad infinita no cabe en la mente del hombre, ni puede ser expresada con palabra humana. San Juan le llama el Verbo, que estaba en Dios (Jn 1,1). Y el Apóstol nos lo pinta con trazos llenos de magnificencia: Aquel a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo: y que, siendo el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia, y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación de los pecados se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (He 1,2-3) (77).

Para decirlo en una sola palabra: el que padece es Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero. Sufre el Creador por sus creaturas, el Rey por sus subditos y siervos; padece Aquel que sacó de la nada a los ángeles y a los hombres, a los cielos y a las cosas: Aquel de quien, por quien y en quien existen todos los seres (Rm 11,36).

No nos maraville, pues, que la máquina del universo entero se estremeciera al ver a su Autor traspasado y molido por los tormentos de la pasión: La tierra tembló y se hendieron las rocas (Mt 27,51); las tinieblas cubrieron toda la tierra y el sol se oscureció (Lc 23,44).

Y si las criaturas insensibles y sin voz lloraron la pasión del Creador, ¿con qué lágrimas deberán expresar su dolor los fieles redimidos, piedras vivas de este templo santo de Dios? (1P 2,5).

B) ¿Por qué padece? Y para que más claramente resalte la grandeza y eficacia del amor de Cristo para con nosotros (78), consideremos en segundo lugar por qué padece.

1) Además del pecado de origen, heredado de nuestros primeros padres, la causa principal de tan dolorosa pasión hay que buscarla en los pecados cometidos por los hombres desde el principio del mundo hasta nuestros días y en los que se cometerán hasta el fin de los siglos. A esto atendió en su pasión y muerte el Hijo de Dios, nuestro Salvador: a redimir y cancelar los pecados de todos los tiempos, ofreciendo a su Padre una satisfacción universal y superabundante.

Notemos, además - y esto valora más la importancia de su obra - no sólo que Cristo padeció por los pecadores, sino que los pecadores fueron la causa e instrumento de sus torturas. San Pablo escribía en la Carta a los Hebreos: Traed, pues, a vuestra consideración al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga (He 12,3). Y es evidente que aquí son más gravemente culpables quienes con más frecuencia recaen en el pecado: si las culpas de todos condujeron a Cristo al suplicio de la cruz, quienes se revuelcan en maldades y torpezas, de nuevo, en cuanto de ellos depende, crucifican para sí mismos al Hijo de Dios y le exponen a la afrenta (He 6,6). Y este delito es mucho más grave en nosotros que en los judíos deicidas, quienes, si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria (1Co 2,8); nosotros, en cambio, los cristianos, confesando, por un lado, que le conocemos, y negándole, por otro, con nuestras obras, levantamos contra Él nuestras manos violentas y pecadoras.

2) La Sagrada Escritura afirma, además, que Jesucristo murió por voluntad del Padre y por su propia voluntad (79). Isaías había escrito: Yo le maltraté y maté por las iniquidades de su pueblo (Is 53,8). Poco antes, el mismo profeta, iluminado por el Espíritu de Dios, exclamaba viendo al Redentor llagado y herido: Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros (Is 53,6). Y poco después vaticinaba del mismo Cristo: Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá largos días (Is 53,10).

El apóstol San Pablo, señalando los motivos que tenemos para esperar en la bondad y misericordia de Dios, dice más expresamente: El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas? (Rm 8,32).

C) ¿Cómo padece? Consideremos en tercer lugar cuánta fue la amargura de Cristo en su pasión.

Bastará recordar que la sola contemplación de los tormentos y espasmos de su pasión provocaron en Él, postrado en el huerto de los Olivos, un sudor de sangre tan copioso, que chorreó hasta la tierra (80). Esta sola circunstancia nos habla elocuentemente del sumo dolor de Cristo en la cruz: si el mero pensamiento de los males inminentes le resultó tan indeciblemente amargo - testimonio elocuente es el sudor de sangre -, ¿qué no habremos de decir de la real pasión de los mismos?

Jesucristo, nuestro Redentor, sufrió de hecho los más atroces tormentos en su cuerpo y en su alma.

1) En cuanto al cuerpo, no escapó a este inmenso dolor ninguna de sus partes: sus manos y pies fueron cosidos a la cruz con clavos; la cabeza, traspasada por las espinas y herida con una caña; la cara, manchada de salivazos y abofeteada; todo el cuerpo, atormentado con azotes.

Hombres de toda clase y condición se confabularon contra Y ave y contra su Ungido (Ps 2,2); los judíos y gentiles fueron los instigadores, autores e instrumentos "de su pasión; Judas le entregó, Pedro le negó y todos los demás apóstoles y discípulos le abandonaron (81).

En la misma muerte de cruz no sabe uno si conmoverse más ante la crueldad o ante la ignominia, o ante las dos cosas juntas. En realidad, no pudo excogitarse un género de muerte más vergonzoso ni más cruel; era costumbre reservarlo para los mayores criminales y para los delincuentes más peligrosos; y la lentitud del suplicio hacía más intolerables los sufrimientos de la muerte.

Recordemos, además, que la misma constitución física de Cristo necesariamente tuvo que hacer más agudo el dolor. Formado por el Espíritu Santo, su cuerpo poseía en sumo grado - más que el de todos los demás hombres - aquella finura y delicadeza de sentimientos que, por lo sensible, agranda la capacidad para sufrir.

2) Por lo que se refiere al alma, el dolor de Cristo llegó a su máximo grado.

A los mártires en su tormento no les faltó el consuelo divino, y fortalecidos por él soportaron los suplicios con serena energía. Algunos hubo incluso que en medio de los más atroces tormentos se sintieron como arrebatados en una expresión de profunda alegría interior. San Pablo mismo exclamaba: Me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). Y en otra ocasión: Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas mis tribulaciones (2Co 7,4).

Jesucristo, en cambio, apuró hasta las heces el cáliz amarguísimo de su pasión sin mezcla alguna de consuelo (82).

Quiso que la naturaleza humana, que había asumido, soportara todos los tormentos, como si fuera solamente hombre y no también Dios.

D) ¿Para qué padece?

Añadamos, por último, una nueva y profunda reflexión: los beneficios inmensos que hemos recibido de la pasión de Cristo.

1) El primero de todos, haber sido redimidos del pecado. Nos amó y nos absolvió de nuestros pecados por la virtud de su sangre (). Y San Pablo: Os vivificó con Él, perdonándoos todos vuestros delitos, borrando el acta de las decretos que nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz (Col 2,13-14).

2) En segundo lugar, nos rescató de la esclavitud del demonio. El mismo Jesús afirma en el Evangelio de San Juan: Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, u no, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí (Jn 12,31-32).

3) Además, pagó el débito que habíamos contraído por nuestros pecados, ofreciendo el sacrificio más aceptable y grato a Dios; nos reconcilió con su Padre, volviéndonosle aplacado y propicio (83).

4) Por último, borrado el pecado, nos abrió las puertas del cíelo míe la culna de nuestros prímeros padres había cerrado. El Apóstol lo afirma explícitamente: Tenemos, pues, hermanos, en virtud de la spnnre de Cristo, firme confianza de entrar en el santuario (He 10,19).

Todos estos frutos habían sido ya preanunciados en el Antiguo Testamento con diversos símbolos y finuras. Cuando, por eiemplo, se dice en el libro de los Números que nadie podía volver a la patria antes de la muerte del sumo sacerdote, quería significarse que a ninguno - por justo y santo que fuere - le era posible entrar en el cielo antes que hubiera muerto el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo (84). Después de su muerte, en cambio, quedaron abiertas las puertas del cielo para todos aquellos que, purificados por los sacramentos y adornados por las tres virtudes teologales, participen de los frutos de su pasión.

Todos estos preciosos y divinos dones fueron fruto maduro de la muerte dolorosa de Jesucristo:

a) Ante todo, porque Cristo satisfizo ínteqra v perfectamente a su Eterno Padre por nuestros pecados. El precio que paqó por ellos no sólo igualó, sino que sobrepasó cumplidamente el débito contraído.

b) Además, fue muy del agrado del Padre aquel sacrificio. Al ofrecerse el Hijo sobre el ara de la cruz, quedaron aplacadas su ira e indignación divinas. San Pablo escribe: Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave (Ep 5,2). Y el Príncipe de los Apóstoles hablando de la redención: Habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro. corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha (1P 1,18-19 Ap 5,9). Y de nuevo San Pablo: Cristo nos redimió de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición (Ga 3,13).

E) "Ejemplo os he dado"

Unido a estos inmensos beneficios, encontramos en la pasión de Cristo el no menos pequeño de ofrecérsenos Él como modelo acabado de todas las virtudes.

Sufriendo por nosotros, Jesucristo nos dio consumados ejemplos de paciencia, humildad, inmensa caridad, mansedumbre, obediencia y perfecta fortaleza de alma para soportar por la justicia no sólo toda clase de dolores, sino aun la misma muerte. ¡Como si el divino Maestro hubiera querido resumir y practicar personalmente en un solo día de pasión - el último de su vida - todo cuanto nos predicó durante tres años de vida pública!

¡Ojalá meditemos con frecuencia estos misterios para aprender a sufrir, morir y ser sepultados con Él! Y así, eliminada toda mancha de pecado, podamos resucitar con Cristo a nueva vida y, con su gracia y misericordia, merezcamos un día participar del reino de su gloria celestial.


Fuente: Mercaba


NOTAS

(63) Tomando consigo a Pedro, a SanHaao u a luán, comenzó a sentir temor u annustia, u les decía- Triste p-^á mi alma hasta la muerte; permaneced aquí u velad (Mc 14,33-34).

Sálvame, ¡oh Dios!, porgue amenazan va mi vida las aouas: húndome en un profundo cieno, donde no rynedo hacer nie: me sumerio en el abismo u me ahooo en la hondura Cansado estoy de clamar. Ha enrnvquprido mi narganta y desfallecen mis ojos en esoera de mi Dios (Ps 68,2-4).

Diéronme a comer hiél y en mí sed me dieron a beber vi ñame. En verdad que estnrt aflinido y dolorido; sosténgame, ¡oh Dios!, tu ayuda (Ps 68,22-30).

Por qué, ¡oh Yave!, me rechazas u me escondes tu rostro? Derrámansp sobre mí tus furores y me oprimen tas espantos (Ps 87,15-17).

/"./ora amargamente en la noche v corre el llanto por sus metillasx no tiene entre todos sts atvrfnres auien la mnnudei le fallaron todos sus amigos, y se le volvieron enemigos (LA 1,2).

(64) Te mando ante Dios, qne da vida a todas las cotas, u pnte Cristo )esús, que hizo la buena confesión en presencia de Poncio Pilato, que te conserves sin mancha ni culpa (1Tm 6,13).

(65) Prefacio de la Santa Cruz (Misal Romano).

(66) El santo Evangelio no nos ofrece detalles sobre la forma de la cruz en que fue clavado Cristo ni sobre el mismo modo de la crucifixión.

Pero no resulta difícil llenar esta laguna con datos de 1" historia y de la arqueología. Puede consultarse a este propósito el documentado y exhaustivo artículo de GÓMEZ - PALLETE Cruz y crucifixión (Estudios Eclesiásticos, 20 (1946) 536-544; 21 (1947) 85-109), del que resumimos las siguientes observaciones:

Excluida la cruz "decussata" o "cruz de San Andrés" (en forma de X), que, según Holzmeister, nunca existió - el primer documento que hace mención de ella es del siglo X, y su primera imagen del siglo xiv-, había dos sistemas de cruz: la cruz commissa en la que el madero horizontal descansa sobre el vertical, adquiriendo la forma de una T, y la cruz immissa, o cruz latina, que es casi la única en la actual iconografía.

¿Cuál de estas dos formas tenía la cruz del Salvador? Si bien la inconografía y epigrafía cristianas y los documentos profanos atestiguan el uso de cruces en forma de T, por lo que toca a la de Jesucristo, los Padres, ya desde San Justino, cuyo nacimiento no dista tal vez cincuenta años de la escena de la crucifixión, describen la cruz de Cristo considerándola en su forma latina.

La cruz "es un madero derecho cuya parte superior se eleva como un cuerno cuando se le adapta el otro madero; de cada lado, otros dos cuernos, que forman las extremidades, parecen unidos al primero. En medio lleva como otro cuerno para servir de asiento a los crucificados" (SAN JUSTINO, Dial. 91: MG 6, 693A).

"El formato de la cruz tiene cinco cabos o extremos: dos en longitud, dos en latitud y uno en el medio, en el que descansa el que es enclavado" (SAN IRENEO, A. H., 1,12: MG 7,794-95).

San Agustín, con palabras que nos recuerdan las de San Pablo a los Efesios, dice: "Porque tiene (la cruz) anchura, en la que son fijadas las manos; tiene longura, porque eis prolongado hasta la tierra el madero desde el transverso; tiene alteza, desde el mismo transverso en el que son fijadas las manos, excediendo un tanto, donde se pone la cabeza del crucificado; y

tiene profundidad, esto es, lo que está hincado en tierra y no se ve" (Serm. 165,3; ML 38,904).

Además los Padres comparan la cruz del Salvador con objetos que suponen esta forma latina, v.gr., con la vela del navio, con los estandartes romanos, con la figura tomada por los brazos de Jacob al bendecir a Manases y Efraín.

La cruz llevaba un tercer palo clavado, sedile, hacia la mitad del primero y perpendicular a él. Era de muy corta longitud, y sobre él iba como sentado el cuerpo del crucificado con el fin de evitar que, desgarrándose sus manos, cayese a tierra antes de morir. Es probable que además tuviese un supoedaneum, o trozo de madera, en el que fuesen apoyados los pies.

Respecto de la altura de la cruz parece no había norma fija establecida, y así, unas veces eran tan bajas, que los cuerpos de los crucificados quedaban al alcance de las fieras, mientras que otras la cruz era "altísima". En el caso de Jesús es claro que fue una cruz alta, de modo que sus pies debieron quedar por lo menos a un metro de altura sobre el suelo, pues los que sé mofaban de Él decían: Descienda de la cruz (Mt 27,42 Mc 15,30), y San Mateo y San Marcos nos dicen que uno de los circunstantes, tomando una caña, fijó en ella una esponja empapada en vinagre y dio a beber a Jesús (Mt 27,48 Mc 15,36).

De los dos maderos que formaban la cruz, el vertical solía estar previamente fijado en la tierra. El horizontal era llevado poi el condenado. Es probable que primero fuesen clavadas las manos de Jesús en el madero horizontal, luego levantado con cuerdas hasta encajarlo en el vertical y por fin clavados los pies.

Solemos imaginarnos la crucifixión de Cristo a la manera como la muestran las representaciones icónicas: tendida la cruz en tierra, los esbirros fueron clavando sus pies y manos, después de lo cual aquélla sería levantada en alto.

Esta explicación queda descartada casi con absoluta seguridad por las expresiones que encontramos tanto en los literatos e historiadores profanos como por las empleadas por los Padres a propósito de la crucifixión de Cristo. Dicen éstas: "llevar la cruz", "conducir a la cruz", "elevar hasta la cruz", "ir a la cruz", etc. "Allí los homicidas extendieron con violencia sus manos en un elevado madero erigido sobre la tierra", dice Non - nus Panopolitanos (Paráfrasis in loannem 19,18: MG 43901B).

Todo esto podría indicar que previamente a la crucifixión

estaba erigida en tierra la cruz, a la que, elevado Cristo, fueron clavados sus pies y manos. "Modernamente, sin embargo, empieza a abrise paso una hipótesis que juzgamos más conforme a la realidad de los hechos. Supone que el reo era atado al patíbulo (travesano horizontal) cuando aún estaba delante del juez, y era así atado conducido al suplicio, arrastrado por una cuerda que rodeaba su cuerpo. Al llegar al lugar de la ejecución se clavaban sus manos a este patíbulo y, por medio de las mismas cuerdas, se le izaba hasta encajar el travesano con la hendidura del travesano vertical, de modo que el reo quedaba suspendido o cabalgando sobre el sedile. Entonces bastaba ya atar o clavar los pies".

Con esta explicación están conformes el hecho de que el palo vertical estaba clavado en tierra previamente a las cruci - fixiones y el muy probable de que el reo era cargado solamente con el horizontal.

(67) Para llevar a cabo nuestra redención, Cristo escogió el camino del sacrificio y se inmoló en la cruz por nuestros pecados. Cuando en una ocasión, al anunciar a sus discípulos los sufrimientos que le esperaban en Jerusalén, San Pedro quiso disuadirle de semejante cosa, le reprendió con aquellas duras palabras: Quítate allá, Satán, porque tú no sientes según Dios, smo según los hombres (Mc 8,33).

San Pablo dice que la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, los cuales no pueden comprender que un Hombre - Dios muera colgado en una cruz y muriendo como un malhechor puetía redimir a la humanidad, y escándalo para los judíos, en cuya Ley estaba escrito: Maldito todo el que es colgado del madero (Dt 21,23). Para los creyentes, en cambio, es poder de Dios, pues la cruz de Cristo ha sido la fuerza que ha destruido el pecado, ha vencido al demonio y ha obrado las maravillas de

la santidad cristiana y del heroísmo de tantas legiones de mártires (cf. Ga 5,11; 6,12-14; Ph 3,18; He 12,2).

Pero el sacrificio de Cristo no es un hecho aislado que pasó, sino que tiene que perpetuarse a través de los siglos en los cristianos. Sufrió la Cabeza del Cuerpo místico; es preciso que sufran también los miembros. Padecer con Cristo y morir con Él al hombre viejo es la ley de la vida cristiana. Sólo si padecemos con Él, seremos glorificados con Él, afirma San Pablo. Por eso, para el Apóstol la predicación del Evangelio es esencialmente la predicación de la cruz, el anuncio de un Salvador que muere crucificado por nuestro amor.

Y de ahí dos consecuencias para nuestra vida cristiana:

1) El amor ardiente a la cruz-.Jesucristo derramó en ella su sangre y en medio de los más grandes sufrimientos llevó a cabo nuestra redención. La cruz simboliza para nosotros la redención de la esclavitud del demonio y el amor inmenso de Jesús que se abrazó a ella por nosotros.

"El santo crucifijo debiera ser, por lo mismo, el amor de nuestros amores... En nuestro pecho, en lo secreto de nuestra alcoba, en el lugar de nuestro trabajo, como lo hicieron nuestros antepasados, debiera presidir la imagen de Jesúj clavado en la cruz. El beso primero y último del día debiera ser para el crucifijo. En las manos cruzadas de nuestros difuntos, en las nuestras cuando muramos, sobre nuestro féretro, debiéramos querer al crucifijo" (GOMA, Jesucristo redentor, p.408).

2) La conformidad de nuestra vida con la cruz.-Al amor de la cruz tenemos que añadir una vida de abnegación y sacrificio, llevando la cruz que a cada uno pida Cristo. Soñamos en una vida sin cruz, que nos permita gozar sin límites de las cosas de la tierra. Jesús ha dicho que todo aquel que quiera seguirle ha de negarse y llevar la cruz que una vida de cristiano le impone. Sin sacrificio y sin cruz no se puede alcanzar la salvación, porque sin ella no se pueden vencer las malas inclinaciones.

"Como todos participamos de la ruina espiritual de Adán por relación de generación carnal, porque todos somos hijos suyos, así debemos participar en la restauración por Cristo, no por unión de generación, porque no es Padre nuestro por la carne, sino por nuestra incardinación a la obra que consumó en la cruz" (GOMA l.c, p.409).

(68) y al cabo del tiempo hizo Caín ofrenda a Y ave de los tutos de la tierra, y se la hizo también Abel de los pri).

(69) Y, tomando Abraham la leña para el holocausto, se la cargó a Isaac, su hijo; tomó él en su mano el fuego y el cuchillo, y siguieron ambos juntos. Dijo Isaac a Abraham, su padre: Padre mío. ¿Qué quieres, hijo mío?, le contestó. Y él dijo: Aquí llevamos el fuego y la leña, pero la tes para el holocausto, ¿dónde está? Y Abraham le contestó: Dios se proveerá de res para el holocausto, hüo mío: u siauieron juntos los dos (Gn 22.6-8).

(70) La res será sin defecto, macho, primal, cordero o cabrito. Lo reservaréis hasta el día 14 de este mes y todo Israel lo inmolará entre dos luces (Ex 12,5-7).

(71) Y Yavé dijo a Moisés: "Hazte una serpiente de bronce y ponía sobre un asta; y cuantos mordidos la miren, sanarán". Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso sobre un asta; y cuando alguno era mordido por una serpiente, miraba a la serpiente de bronce u se curaba (Nb 21,8-9).

A. la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna (Jn 3,14-15).

(72) Cf. especialmente:

Ps 2: sobre la divinidad y grandeza del Mesías.

Ps 21: sobre la pasión, muerte y triunfo del Redentor. Es el salmo citado por Jesús moribundo: Dios mío. Dios mío, ¿por aué me has abandonado7 ÍMt 27.46^.

Ps 48: sobre las persecuciones que el Mesías habrá de soportar de parte de su pueblo.

Ps 109: sobre el sacerdocio de Cristo, Mediador entre Dios v los hombres.

(73) Véase, sobre todo, el capítulo 53 fiel profeta y cuanto dejamos ya dicho sobre las profecías mesiánicas.

(74) La muerte del Señor es una verdad histórica tan evidente, que sólo a inteligencias contumaces, aferradas a prejuicios racionalistas, puede ocurrírseles el negarlo. Puestos en la línea del prejuicio, puede lleqar a negarse - no ha faltado quien así pensara - la misma existencia de Jesús.

La muerte verdadera de Cristo la negaron, de acuerdo con sus principios, onósíicos y doceías. Estos últimos, sobre todo, al negar que Cristo tuviera un cuerpo real, lógicamente tuvieron que negar también la realidad de su pasión y muerte.

Pero sobre todo en el siglo XIX los racionalistas, con su prejuicio antisobrenaturalista y primordialmente con la maligna intención de neqar la resurrección de Cristo, que constituye por sí sola el gran fundamento de nuestra fe - Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vacía (1Co 15,14)-, se atrevieron a sostener, al menos en determinado sector, que la muerte de Cristo no fue real. Gottlob Paulus (1761-1851), con su principio naturalista de que todos los milagros, profecías, etc. del Evangelio son exageración de la fantasía oriental, afirmó que la muerte de Cristo fue sólo aparente y que los discípulos la airearon luego como verdadera para salir gananciosos con una pretendida resurrección. A Paulus siguieron otros varios, Spitta, Herder, Venturino. etc., explicando cada uno con circunstancias diversas ese postulado de la muerte aparente.

En realidad, nada tan absurdo y tan en abierta oposición a la sencillez con aue los Evangelios narran la muerte del Señor como esa pretendida hipótesis. Probarlo sería casi ridículo y ofensivo a la misma verdad histórica. Baste citar las perícopes evangélicas en que se nos da a conocer la muerte de Jesús ÍMt 27 50: Mc 15,37; Lc 23,46; Jn 19,10), y concluir con el propio Renán, en su Vida de Jesús (c.26) hablando de este punto: "A decir verdad, la meior garantía que posee el historiador sobre un tema de tal importancia fia muerte de Jesús) es el odio recalcitrante de los enemigos de Cristo. Es muy inverosímil que los judíos se preocuparan ya entonces por el temor de que Jesús pudiera pasar por un resucitado; pero en todo caso, ellos procurarían darle una muerte verdadera".

Realmente, aunque sólo sea por este argumento indirecto, ¿es concebible, teniendo presente el odio de los judíos, que la muerte de Jesús fuera sólo aparente?

(75) Jesús, dando un fuerte grito, expiró (Mt 27,50).

Jesús, dando una voz fuerte, expiró (Mc 15,37).

Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu, u, diciendo esto, expiró (Lc 23,46).

Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e, inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,30).

76) Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato entonces ordenó que le fuese entregado. Él, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia (Mt 27,57-58).

Llegada la tarde, porque era la Parasceve, es decir, la víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, el cual también esperaba el reino de Dios, que se atrevió a entrar a Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato se maravilló de que ya hubiese muerto, y, haciendo llamar al centurión, le preguntó si en verdad había muerto ya. Informado del centurión, dio el cadáver a José, el cual compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana y lo depositó en un monumento que estaba cavado en la peña, y volvió la piedra sobre la puerta del monumento. María Magdalena y María la de José miraban dónde se lo ponían (Mc 15,42-47).

Y, bajándole, le envolvió en una sábana y te depositó en un monumento cabado en la roca, donde ninguno había sido aún sepultado (Lc 23,53).

Después de esto rogó a Pilato José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque secreto por temor a los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús (Jn 19,38).

(77) Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad (Sg 7,26).

Si nuestro Evangelio queda encubierto, es para los infieles, que van a la perdición, cuya inteligencia cegó el dios de este

mundo para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios (2Co 4,4).

(78) Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,16).

Pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros (Rm 5,8).

(79) Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna; pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él (Jn 3,16-17).

Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave (Ep 5,2).

(80) Lleno de angustia, oraba con más insistencia, y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra (Lc 22,44).

(81) Y de nuevo negó (Pedro) con juramento: no conozco a ese hombre... (Mt 26,72).

Y, abandonándole, huyeron todos (Mc 14,50).

(82) Adelantándose un poco, se postró sobre su rostro, orando u diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embarco, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39).

Si miro a la derecha, veo que no hau quien mire con benevolencia: no tengo escape, no hay quien vuelva por mi vida (Ps 141,5).

Llora amargamente en la noche, n corre el llanto por sus meiillas; no tiene entre todos sus amadores quien le consuele; le fallaron todos sus amigos, y se le volvieron enemigos... ¡Oh vosofros, cuantos por aquí pasáis, mirad v ved s> han dolor comparable a mi dolor, al dolor con que sotj atormentado!

Afligiome Yave en el día de su ardiente cólera (Lam 1,2.12).

(83) Sí, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hiio, mnrho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida (Rm 5,10).

Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado rnntiao t> nos ha confiado el ministerio de la reconciliación (2Co 5,18).

(84) La asamblea librará al homicida del venerador de la san - gre, le volverá a la ciudad del asito donde se refugió, v allí morará ha*ta la rnnprte del sumo sacerdote ungido con el óleo sagrado (Nb 35,52).


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